domingo, 14 de diciembre de 2014

Magia a la luz de la luna

Parece que tras torturarnos con uno de los dramas más intensos de su carrera, Woody vuelve  a sus películas-postal facilonas. Ésta vez se traslada al sur de Francia (cerca de mi casa, por cierto) para contarnos su enésima historia de amor. Años 20, ritmo de Jazz por todos lados (que ya sabemos que a Woody le gusta poco), diálogos ácidos y una historia de amor.

Los años no pasan para el viejo Woody, cómo sino explicar ese sentimiento de eterna juventud y cándida frescura que impregnan todas sus películas. Con una frescura encantadora e inofensiva como una partida de ping-pong, Magic in the moonlight se desenvuelve con una gracia tonta propia del humor singular del creador neoyorkino. Después de la malignidad de Jasmine, Woody vuelve a territorio conocido y brinda una comedia romántica etérea y simple.

En una brillante primera escena, contemplamos el poder de la magia que nos hace creer lo imposible guiados por un pomposo Colin Firth (aún más pagado de si mismo que en El discurso del Rey) que, en cuento se baja del escenario muestra una faz arrogante, llena de cinismo y amargura. Aquejado de un humor cáustico, disfruta localizando y ridiculizando a los adeptos del ocultismo y el espiritismo, que caen bajo el poder de la razón y el intelecto.

Cómo no, cuando un compadre mago le viene a exponer el caso de una joven médium que ha embaucado a una rica familia de la idílica Costa Azul, se lanza sin dudar a confundir y desenmascarar a la usurpadora.
Tan pronto como llega, es testigo de presentimientos, visiones, imágenes mentales, revelaciones… que se supone que no puede conocer de ninguna manera. El mago sin ilusiones se queda perplejo al comprobar cómo ello escapa a su raciocinio. ¿Y si todas sus certezas no eran sino la muestra de su estrechez de miras, de su falta de espíritu? ¿Y si existe la magia, sin trucos ni ardides?

El film tiene todo lo que podemos esperar de una de sus obras menores: diálogos mordaces, frescura, neuróticos atribulados y bellezas excéntricas. Como siempre, la química entre los protagonistas es magnífica, con un Colin Firth pagadísimo de si mismo y una Emma Stone radiante y cautivadora. A partir de ahí, la pareja se desplaza por las mejores playas de la costa francesa retratadas con la impecable fotografía con que Woody rueda sus postales (a Barcelona, a Roma, a París…). Todo es cándido en la radiante Riviera francesa, el azul del mar, el verde de la arboleda y los rayos del sol reflejados en el cabello de Emma Stone. Incluso es cándida la historia que se desarrolla, mínima pero encantadora, con un aroma a chuchería facilona que enamora sin alardes. Un pequeño canto a la vida, a mantener esa fe en que los milagros existen y la vida merece ser vivida. El Jazz que tanto gusta a Woody Allen no hace sino acentúar la frescura y la ligerenza de la obra. Continuamente aparecen pequeñas piezas que separan las diferentes escenas y refrescan un metraje de por sí inofensivo. Simplemente, son cien minutos sin exigencias de tramas profundas ni reflexiones sesudas, sólo un poco de magia, buenas intenciones, bellos paisajes y un ritmo vivo.


Ha sido injustamente vilipendiada de manera atroz por la crítica estadounidense, que esperaba un nuevo drama glamouroso y que se ha sentido decepcionada con este entretenimiento ligero. Se nota que es una película que ha rodado con el automático puesto, menor y simple, sin apenas complicaciones, pero sigue siendo fresca y agradable de ver, con dos grandes actores protagonistas y una chispita que te saca la sonrisa tonta. Y es que no debemos olvidar que el automático de Allen es mejor que el ochenta por ciento de las películas que hay en pantalla.

Nota: 6
Nota filmaffinity: 6.2

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