miércoles, 9 de julio de 2014

La vida de Adèle

El tunecino Abdellatif Kechiche llevó en el último momento está película francesa a concurso  en el festival de Cannes (en unas condiciones un tanto particulares) y consiguió traerse el premio gordo a casa. La vida de Adèle no sólo triunfó en el certamen sino que se convirtió en un inesperado y espectacular éxito de ventas en Francia y en media Europa. Rodeada de polémica por su pareja protagonista lesbiana, su sexo explícito y su elefantiástica longitud, es una película que no deja indiferente a nadie.



Adèle es una joven de quince años que se está abriendo al mundo. Primeras parejas, primeras borracheras… Pero siente que hay algo en ella que no cuadra, no parece disfrutar como debería con los chicos. Una noche conoce y se enamora perdidamente de Emma. Se siente irremediablemente atraída por ella y dejará todo por conseguir su amor, lo que le ocasionará problemas con su círculo de amigos. Desde este momento, seguiremos la vida de Adèle, su paso a la edad adulta, sus sueños e ilusiones, sus errores y momentos de sufrimiento…

No estamos ante una película feminista, aunque sea un film de mujeres; ni ante una película homosexual; estamos ante una historia de crecimiento personal, de conocimiento de uno mismo, de encuentro con el deseo y de sus repercusiones. Lo que nos propone Kechiche es que seamos testigos, como buenos voyeurs, de todo lo que le ocurre a nuestra Adèle desde sus quince años hasta cerca de su treintena. Tanto Adèle Exarchopoulos como Léa Seydoux realizan un enorme trabajo, consiguiendo una pareja protagonista que no parece protagonista de otra cosa que no sea de sus propias vidas. La personalidad de cada una de ellas queda perfectamente dibujada, con todas sus fortalezas y debilidades.

Adèle, inicialmente una adolescente llena de inseguridades, hace lo que cualquier chica de su edad: se divierte, queda con chicos… pero en todo momento nota que hay algo que no cuadra. No se siente como se supone que se debería sentir ni disfruta con lo que se supone que debería disfrutar. Su falta de confianza en si misma no le ayuda precisamente, hasta que conoce a Emma. Ella, más madura, guiará a Adèle para que ésta se conozca a sí misma y se acepte como es.

Este descubrimiento del amor (y la pasión) por parte de ambas se entremezcla con una evolución psicológica de ambas. Los sucesos que tiene la vida las fuerzan a replantearse todo lo que consideran importante. Con todas las rosas y las espinas que trae una relación, los años pasan y ambas intentan llevar una vida plena, con sus objetivos y sus sueños. Mientras que Adèle deja todo por Emma y es feliz llevando una vida “menor” como simple profesora y amante enamorada, Emma necesita crear y tener proyectos, estar continuamente probando cosas nuevas y explorando lo que le ofrece la vida (lo que no quita que ame profundamente a Adèle). La cercanía con que Kechiche se centra en ambas desprende un poderoso aroma a vida que te llena y hace que sufras y disfrutes con sus avatares.

Por si fuera poco, Kenchiche disfruta de un guión muy trabajado. No sólo retrata, como el mejor de los cuadros, la personalidad de ambas sino que sus vidas desprenden realismo, una milimétrica gráfica de lo que le ocurre al corazón enamorado que busca su lugar. Aspirando a la grandeza, la narración se encuentra salpicada de abundantes insinuaciones filosóficas sobre el amor, el deseo y la libertad, (habitualmente) bien integradas dentro de la historia, como invitando a que lo tengamos en cuenta al observar (y juzgar) ambos personajes.

Rápidamente, el film se convierte en toda una experiencia. El exacerbado uso de primeros planos, con escenas compuestas con virtuosismo, nos permite conocer a fondo los pensamientos de las protagonistas, comprendiendo así a la perfección sus reacciones. Kechiche pega la cámara al rostro de su criatura como si quisiera acariciarla con ella, penetrar en su esencia y radiografiar su cuerpo e intimidad. El director trata de romper toda barrera física para introducirse inquisitivamente en su alma hasta desnudarla en toda su belleza y su miseria. El resultado es una estética que no oculta ni filtra las imágenes para mostrar, en toda su profundidad, su vida sentimental de en un ejercicio de maravilloso y carnal naturalismo. Sin embargo, la redundancia de estas escenas y la densidad de las mismas provoca que haya muchas de ellas que, realmente, no sirvan para nada. Parece a veces que el director se quiera hacer un monumento onanista para mostrar lo bien que dirige a las actrices. Después de todo, ¿para que sirve la larga escena de la playa, o las diez (que son diez) escenas de Adèle dando clase a los párvulos? Te encuentras en ellas en tensión, entendiendo que algo debe ocurrir y ocurre… nada.

Las abundantes elipsis permiten avanzar la historia, es la herramienta que se usa para implicar los cambios temporales (que nosotros debemos adivinar que suceden por contexto). Otras veces, estas elipsis incluyen un diálogo que se nos oculta, que se nos antojaría necesario conocer pero que el director decide obviar. Incluso algunas tramas desaparecen y no vuelven a tener importancia (¡). Esta falta no es casual. En una película tan milimetrada como ésta, la decisión de enseñar o no es plenamente consciente, obligando al espectador a que suponga e imagine estas escenas y estos diálogos. Una de las consecuencias de ello es que te obliga a estar atento en todo momento para evitar perderte algo, y eso en 180 minutos se puede volver agotador.

Caso aparte son las escenas de sexo. El realismo con que Kechiche muestra la relación hace inevitable que se visite la cama con asiduidad. Pero ¿acaso una escena de doce minutos de sexo explícito es indispensable? Sí, así conocemos su pasión, y no negaremos que ambas desprenden sensualidad y erotismo, pero con cinco minutos se habría transmitido lo mismo. Esta redundancia se vuelve cansina, no sólo en las escenas de sexo, si no en la cantidad de escenas innecesarias y en las abundantes ínfulas filosóficas que jalonan el metraje.

Es obvio que la película es una obra de virtuosismo. Su estructura está calculada con precisión,cada plano y cada gesto está perfectamente estudiado para mostrar lo que se desea, sin filtros, manteniendo un registro neutro que aun así es capaz de expresar, con transparencia, las emociones de las protagonistas. Sus prodigiosas actrices (que dicen haber vivido un calvario a las órdenes de un tiránico director) completan un cocktail, que, sin duda, pide ser premiado. A ello, has de sumarle la polémica causada por la innecesaria escena de quince minutos en la cama y el lesbianismo. Son dos ingredientes que rápidamente crean morbo y le añaden un plus para ganar todo lo que se les ponga por delante. Es una Palma de Oro indiscutible que hay que adjudicar a tres personas (sin duda). Aglutina ternura, amargura, belleza y vida hasta más allá del empacho.

Más allá del empacho es donde te lleva su visionado. Su desmesura y su empeño en recalcar la psicología de los personajes provocan que las escenas que aportan lo que yo al club de matemáticos de Madrid (cero) broten a mansalva. El ritmo se resiente y las tres horas se hacen MUY largas. Aunque lo que te enseñen está muy bien hecho, dilatarlo excesivamente lastra el resultado, y cuando lo que te sobra es una hora de película, acaba doliendo. Pero claro, quitando el sexo y los diálogos profundos la película se habría vendido peor (¡que la polémica da mucho juego!). Es una película que destaca y deslumbra, sin duda. No es nada fácil de hacer y hay que felicitar al tríptico (director + actrices) que la ha llevado a cabo, pero no puedo evitar quedarme con la impresión de que podría (¿debería?) haber sido más de lo que es.

Nota: 7
Nota filmaffinity: 7.7  

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